«Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios»

Tengo debilidad por los niños. Me gustan muchísimo. Sobre todo cuando son pequeñines, pero también más mayores. Es más: me quedo embobado con ellos. La inocencia de un niño es una especie de milagro, su mirada cándida y pura conmueve y mantiene a raya las ambiciones adultas. Los pequeños son sagrados, lo más sagrado de la creación. Seres inocentes e indefensos que no se pueden valer por sí solos, que olvidan las afrentas en seguida, y que reclaman con ternura la atención de sus padres, a los que en sus primeros años de existencia, admiran y encumbran.

Tanto es así que el propio Jesús confirmó el carácter sagrado de los niños con sus obras y palabras: Se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es, entonces, el más grande en el reino de Dios?» Jesús llamó a un niño, lo puso en el centro y dijo: «Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios. El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de Dios» (Mateo 18, 1-4).

Sirvan sólo estos tres vídeos para dar fe de la grandeza de los niños:









En fin, entrañables y únicos. Y por supuesto sagrados. Por eso dice Cristo, con razón, pues él siempre la tiene, que quien se atreva a tocar a un niño, a corromper su inocencia con enseñanzas demoníacas, o incluso a hacerle daño físicamente, tendrá un final atroz: «El que acoge en mi nombre a un niño como éste, a mí me acoge. Pero al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar» (Mateo 18, 5-6).