sábado, 22 de febrero de 2014

El combate espiritual


La vida humana está gravada con una guerra que a simple vista no se percibe. A poco que pasan los años es posible reconocer que el mundo es en parte hostil y que no vivimos en ningún paraíso. Más adelante, si el corazón no está podrido por los embustes del mundo, el hombre sabio discierne que forma parte de una guerra espiritual que le supera y de la que no puede librarse. La iglesia lleva toda su bimilenaria historia llamando a esta realidad por su nombre: combate espiritual. Pero de haber guerra ¿no debe haber también un enemigo?

La voz más autorizada de todas cuantas se hayan pronunciado sobre el asunto que nos ocupa pertenece a Jesús de Nazaret, el mesías divino, el mismísimo Hijo de Dios. Él fue de hecho quien corroboró, como recogen los Evangelios, la realidad de este combate. La parábola de la cizaña ilustra perfectamente la conflagración en la que está sumergido el hombre, desde que nace hasta que muere:

«El reino de los cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras todos dormían, llegó su enemigo y sembró mala hierba entre el trigo, y se fue. Cuando brotó el trigo y se formó la espiga, apareció también la mala hierba. Los siervos fueron al dueño y le dijeron: "Señor, ¿no sembró usted semilla buena en su campo? Entonces, ¿de dónde salió la mala hierba?" "Esto es obra de un enemigo", les respondió. Le preguntaron los siervos: "¿Quiere usted que vayamos a arrancarla?" "¡No! —les contestó—, no sea que, al arrancar la mala hierba, arranquen con ella el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha. Entonces les diré a los segadores: Recojan primero la mala hierba, y átenla en manojos para quemarla; después recojan el trigo y guárdenlo en mi granero".» (Mt 13, 24-30). 

Pero poco después Cristo será interrogado acerca del sentido de esta parábola. Y su respuesta confirma lo dicho al principio:

«El que siembra la buena semilla es el hijo del hombre (se refiere a él). El campo es el mundo. La buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno. El enemigo que la siembra es el diablo. La siega es el fin del mundo, y los segadores sus ángeles. Como se recoge la cizaña y se quema en el fuego, así también será el fin del mundo. El hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino a todos los que son causa de pecado y a todos los agentes de injusticias y los echarán al horno ardiente: allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. ¡El que tenga oídos que oiga!» (Mt 13, 37-43).

De lo anterior por tanto se extrae claramente que existe un enemigo, y que la semilla que Dios esparce en el mundo, el enemigo se encarga de estropearla para que no madure y dé fruto.

Pero en los Evangelios también dan cuenta de esta realidad otras voces acreditadas. Por ejemplo San Pablo o San Pedro. San Pedro, por su parte, advierte a los cristianos sobre su principal enemigo, el diablo, que anda como león rugiente dando vueltas buscando a quién devorar (1 Pe 5, 8). Pero la formulación más clara del combate que libra el ser humano durante su existencia lo enuncia el lúcido Pablo de Tarso:

«En definitiva, cobrad fuerzas en el poder soberano del Señor. Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que moran en los espacios celestes» (Efesios 6, 10-12).

Queda claro, por tanto, que el ser humano libra un combate espiritual, le pase más o menos desapercibida esta realidad, y que esta guerra condiciona, de modo misterioso, la creación entera.

De igual manera, los numerosos papas han alertado sobre la gran tragedia humana. Incluso -a mi juicio- los peores papas de las últimas décadas. En pleno siglo XX, un papa señalado por tremendas acusaciones, Pablo VI, dedicó unas esclarecidas palabras sobra la cuestión que nos ocupa:

«El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es sólo una deficiencia sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene origen en Dios como toda criatura; o bien que la explica como una seudo-realidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias… el Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica o de las confusas relaciones sociales, para introducir en nosotros la desviación…» (15 de noviembre de 1972).

Karol Wojtyla, más tarde Juan Pablo II, y con mejor prensa que el anterior, también habló en términos contundentes sobre esta realidad dramática: «Nos encontramos hoy ante el más grande combate que la humanidad haya nunca visto. No creo que la comunidad cristiana lo haya comprendido totalmente. Estamos hoy ante la lucha final entre la Iglesia y la anti-iglesia, entre el Evangelio y el anti-evangelio» (9 de noviembre de 1976).

Es posible aún aludir a más voces autorizadas sobre la materia. Por ejemplo, ¿qué dice el Catecismo de la Iglesia Católica al respecto del combate espiritual y la guerra que sostiene el diablo contra sus criaturas? Pues tres cuartos de lo mismo:

391 Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (Cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (Cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (Cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. "Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali" ("El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos") (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 800).

392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 P 2,4). Esta "caída" consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: "Seréis como dioses" (Gn 3,5). El diablo es "pecador desde el principio" (1 Jn 3,8), "padre de la mentira" (Jn 8,44).

393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. "No haya arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte" (S. Juan Damasceno, f.o. 2,4: PG 94, 877C).

394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama "homicida desde el principio" (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (Cf. Mt 4,1-11). "El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo" (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física— en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28).

Llegados a este punto, no queda más remedio que asumir la verdad meridiana y sorprendente expuesta por las anteriores voces. El ser humano, como dijimos al principio, está sometido a un combate espiritual que no puede eludir, y a su vez, la creación entera se estremece con los ecos de esa lucha. La guerra sin cuartel que el diablo inició contra Dios y que sólo tiene un final posible: su derrota definitiva. Sin embargo, escrito está que antes de que eso ocurra, se habrá llevado por delante a muchos con él.


Así pues, en este espacio profundizaré, como ya he comentado en otro sitio, en este misterio colosal que compromete la creación entera y al hombre mismo. Con el fin de entender mejor la maravillosa y misteriosa realidad que nos envuelve.